jueves, 30 de agosto de 2007

Nadando

"Si yo pudiera unirme
a un vuelo de palomas
y atravesando lomas
dejar mi pueblo atrás
juro por lo que fui
que me iría de aquí…"




-Joan Manuel Serrat





-¡Hola! –me sugiero llamarte emocionado al encuentro, detrás del polvo de la pared-. Sabes, la nada ya huele a todo aquí, el mínimo tufo caleidoscópico de presencias vanas.
“Así es mi vida. Nada que hacer ante la embrujante fragancia de inexistencias. Proximidad que pesa, sobre todo, a la izquierda infinita de un cero rastrero en laberintos diluidos mar adentro.
“Y es que ahora entiendo: es nada la maldita “libertad de expresión” cuando no se puede expresar la verdadera libertad olfateando simetrías sospechosas de muy poco, casi nada. Ninguna cosa que logre, al menos, exhalaciones fragmentarias pero vivas de nuestra propia historia; hasta el viento de tu próxima partida que, esta noche, al fin, emana su real sentido, imaginando que eres quien la procura para mí.
“Mi nada, que nada me da, sabe a ti.
“Anda, sigue nadando entre las telarañas de mi cuarto. Los laberintos diluidos, mar adentro –esa terrible ola de tus sueños-, no lograrán hacerte daño.”




-Eres libre –pareces responder simulando mi ausencia más allá del polvo de la ventana-. Exprésate a voluntad ahora que la arena nos cubre por completo. Nada malo nos podrá pasar.



Entonces, poco antes del amanecer, las arañas mojigatas, impresionadas de la escena, intentaron aprender el punto de cruz hacia la derecha; a flotar sobre la marejada que me lleva hasta su orilla.

viernes, 27 de abril de 2007

Giros





Gira que gira tu boca
en la noria de ese sueño
que alimentamos con alma,
corazón y sentimientos.


Gira e hilvana la rueca
los sedales más intensos
que seré tuya, amor mío,
tuyo seré, dulce cielo.
Gira que gira la aguja
en el reloj sin concierto,
pasan los días, las noches,
y el tiempo trae otro tiempo.


Pero tú, no te interrumpes
en el latido del pecho,
ni yo te falto en los pasos,
cuando soñamos en eco.


Gira que gira el minuto,
ya libre del carcelero
-la mente nos juega tretas,
pero esquivamos, certeros,
razones con sinrazones,
en las dudas, pensamientos,
venimos amando en uno,
uno que somos sin miedo -


Giras, polleras de aire,
giro, en mis más locos sueños,
nos escuchamos las voces
que viene tronando el viento.


Y en el girar de este mundo
sobre el eje del silencio,
sólo un rezo peregrino
va de los labios al cuerpo:
guárdalo cuando despierte
guárdala, mientras me duermo.


Guárdanos, tú que nos miras
desde lo hondo del cielo
dános la fuerza si falta,
dános un poco de aliento.


Gira en tu amor, amor mío,
lo más vivo de este sueño
que ya nos aproximamos
a nuestro real encuentro.




(Regalo de cromatica -Adriana Arce- para nosotros).

viernes, 6 de abril de 2007

Diecisiete Segundos

Te huelo a papel de tabaco envuelta en un son habanero. Caminas sin prisa, por la sombra, hasta alcanzar la puerta de la agencia Vicuña Mackenna.

A tu regreso, luego de deslizar la carta en el buzón, cruzas O’Higgins y demás calles murmurantes con paso apresurado para alcanzar el almuerzo.

Me dan ganas de pincharte sin que intuyas que lo haré. Sospecho que diecisiete segundos después tu respuesta llegará a mi móvil a través de amazonas andinas y un caribe presagiando la suerte de nuestro particular y controvertido crepúsculo verano-invierno en pleno centro de Santiago, tu casa; mi sueño.


¡Ahí está!... Te regreso la sonrisa sin saber si sonreíste. –Sé que lo hiciste.


Mi pinchazo decía: “No olvides nuestra cita en Buenos Aires”; en el cúmulo de nubes de tu mar desbarrancado sobre Jurica, remoto refugio senil con alguna fuga locuaz hasta el Congo Belga para saludar a viejos amigos. Todo esto ideado por nosotros desde Valdivia; sueños por vivir desde la casa soñada.


Para entonces, espero que al fin dejes de imitar mi acento que tanta curiosidad te provoca -¿qué entonación asimilará a la otra? ¿crearemos un nuevo lenguaje?

Ese día la sonrisa de tu mirada seguirá diciéndome lo que tu voz reflejó en aquellas seis horas de charla nocturna continental, nuestra primer velada juntos en delicia-distancia.
¿Será por esto que mi móvil de pronto se ha declarado en huelga, negándose a devolverte el pinchazo ahora que retornas al trabajo? Acaso fui profeta sin proponérmelo al escribir mi biografía en la página de los cuentos: temo que me veré en la necesidad de vender el teléfono para pagar la cuenta…


¡Qué importa! Cutito y su futura hermana –espero no le pongamos ese nombre impronunciable que has elegido para ella- son la mejor manera de interpretar la circunstancia; el estilo de tu arroba manuscrita; el punto final de nuestras firmas; incluso la rúbrica de Bachelet dando fe en próximos días a la veracidad del sentimiento expresado.





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Soy un mexicano perdido entre ¿Ñuñoa? y… ¡qué sé yo! El mapa de la ciudad no me ha servido de gran cosa. ¡Sólo a mí se me ocurre llegar de sorpresa!

¿Alguien me puede orientar? ¡Cómo carajos llego a la Avenida Portugal!... por lo que veo, el smog me seguirá siendo familiar.


Mmmmmmmm. Creo que debo comenzar por preguntarle al taxista qué “weá” es esto de “comunas”; si es que se calla por un momento y deja de contarme las “copuchas” de sus “cabros” y de un tal “Poh”, que supongo es el alias de su mejor amigo.

Mientras esperamos el verde del semáforo, se me ocurre que al llegar al punto exacto de la Avenida Portugal imitaré a grito vivo la voz audaz de la Patana. En menos de diecisiete segundos seguro que ella asomará por la ventana…



Cargo poco equipaje

debo volar ligero

es muy largo este viaje

tan breve tu sendero.

El Último Sueño del General


"Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan
para que no las puedas convertir en cristal".
-Silvio Rodríguez.





I

El brillo de esos ojos apuñala su mirada de imágenes en retirada; neutros matices apergaminados de sublime cansancio.
-¿Cómo te sientes? –le pregunta su esposa desde el umbral de la puerta, asomándose apenas.
-¡Déjame solo! –responde con voz punzante hasta las vísceras, como es su costumbre; desde la silla de ruedas- Apaga la luz y vete a dormir; estaré bien –le ordena a ella y al destino en un único intento para ahorrarse más oprobios ahora que parecen estar de moda, en oferta; haciendo un ademán sobrado, humillante con su mano acostumbrada en otros tiempos a clavar el pulgar sentencioso en la carne palpitante de la Alameda, deshojando una a una, en plena primavera, hasta la última rama en flor; lluvia de hojas en vuelo marchito sin que el mundo se enterara.
Queda solo, como siempre ha estado; enclaustrado en su noche que ya cuenta por docenas desde que ocurriera el milagro al salir caminando del aeropuerto para seguir metiendo el dedo en la memoria de Villa Grimaldi. Los cuadros lo enmarcan; la alfombra lo sigue absorbiendo en lento proceso que provoca que las botellas de lujosos licores bajen día a día su nivel; como el enorme candelabro aburrido de la obscena melancolía de los párpados del hombre, pareciendo esperar el momento en que una mano ingenua desatornille todo ese glamour de piedras preciosas y de esta manera sea absuelto al menos mientras dormita.
Reclina el cuello pero el cuerpo completo, rendido, no logra relajarse a pesar de que no ha hecho nada distinto a esta hora desde que argucias propias y ajenas decidieron convertirlo en un monje andino incapacitado mentalmente para darse cuenta de que la suerte fantasmal de la tortura todavía ronda sobre Pisagua.
-¡Por un demonio! ¡Qué pasa con el reloj! –puja tanto sus maldiciones decadentes que la “Ronda Nocturna” de Rembrandt, perdida en la oscuridad del salón, a sus espaldas, se transforma anónima en algo así como “La Redada Cotidiana” del Caudillo- ¡Lucía! ¡Lucía! -grita casi aullando, sabiendo que nadie desea escucharlo.
Ella ya duerme, confiada de los enfermeros que en poco menos de una hora entrarán en el salón, llevándolo hasta el baño a cambiarle el pañal después de sentarlo en su más legítimo trono hasta hacerlo cagar sin más tormento que el poco tiempo que le queda para lograrlo; al menos las pocas migas de marraqueta que las hormigas de Lonquén hayan dejado en la once de hoy. –Limpiarle el culo se ha convertido en cuestión de días, no de principios.




En el momento en que Lucía apagó la luz, confundiendo el presagio con su más profundo anhelo, el exquisito reloj suizo del siglo XVIII simplemente se detuvo, sin más, por primera vez en treinta y tres años y un cuarto casi perfecto.
Al percatarse de este detalle, tomando en cuenta que el general ubica hasta la maldita perfección acostumbrada el último mueble dentro del salón –como el filo punzante de una hoja de acero cercenando el mensaje de la hoja de papel que tan sólo quería salvar al rocío sobre la hoja de hierba-, no tarda en activar la silla eléctrica para que su dedo sucio manche el switch fosforescente en el muro; como antaño excitaba la pus a borbotones en el Comando de Inteligencia.
Retorna la luz al salón. Ese titubeante presente que de manera recurrente lo hace pensar en el Apocalipsis del glorioso futuro con todas y cada una de sus estatuas desmoronadas; no por la hoz y el martillo, sino por el pasado abortivo de Pedro Machuca como germen de fe gritando su propio nombre en la cara de aquel héroe anónimo que perdiera la partida en el Estadio Nacional.
Cuando se estiró para prender el switch, su discreta joroba vestida de corte inglesa hizo un máximo esfuerzo por convertirse en elipse en decadencia –el fotógrafo de The Clinic habría muerto de delirio al tomar la placa-; para transformar, con ayuda de los pesados fusiles, alguna teoría matemática en algo más decente que el álgebra maniatada por simples sumas espumosas de desaparecidos.
Con el gran resplandor del candelabro también ha vuelto el elaborado perfil de mil molduras en el reloj, arrinconado casi con grilletes medievales. Cristalino de nuevo su “tic-tac” como el mirar incierto del general presagiando el colapso. Los prolongados ronquidos de Lucía en el piso de arriba parecen armonizar con la monótona marcha cada vez más lenta del segundero hastiado de su destino; como si el tiempo, la era, se terminara; deteniendo de a poco la iluminación hasta que el ciclo y el esplendor firmen el tan anhelado pacto de paz; terminando con el antiguo estilo de la Ley Fuga de fechas clandestinas.
No hay nada más que hacer. La luz se esfuma de nuevo sin motivo de por medio, volviendo muda a la época pasada; como si se tratara de un simple juego de Pedro en la oscuridad de su barriada:
-¡Disparen malditos! –vocifera el general a los siete cielos vacíos- ¡Disparen cobardes! –descubriéndose el pecho injuriado de su bata de seda.
Sin tregua ni cordura (¡al fin sin cordura!) ruega al Dios del Miedo que se aleje; pero dicho dios más que alejarse decide adelantarse en el camino para dar su ronda nocturna que quizás esta misma noche se convierta en redada cotidiana en espera del Caudillo.
-¡Conchesumadre! –se traga su hiel exudando terror.




Allá afuera, en la ciudad, en los campos, las campanas, las soledades, los llantos, las calles estrechas que vio Magallanes, el punto exacto del Capricornio cobrizo de Antofagasta, la fiesta en Viña, las viñas en fiesta. La Cordillera completa siente calor en sus entrañas, regalando las cumbres más altas a una inusitada lluvia primaveral nacida en Valdivia, sin límites de júbilo hasta el futuro conciliador que limpie la última partícula de excremento en las alcantarillas abiertas al cantar su júbilo.




Los ojos del general enrojecen, empuñado a su silla; intuye el atajo que ha tomado el Dios del Miedo para cazarlo. No se resigna a despertar a su último sueño. Se aferra a este mundo de la misma manera en que uno de sus tanques enmohecidos quisiera aparcarse en la esquina de Alameda y Vicuña Mackenna, poco después del amanecer.




Es cuestión de esperar. Nada ha sido cierto. Bien comprende que la realidad siempre ha superado a su utopía. Si al regresar de Londres la Virgen del Carmen hizo el milagro de levantarlo de su silla para volver a caminar por las calles de este Santiago, ¿por qué no ha de lograrlo de nuevo?
Vamos, inténtelo general. Lo separan unos cuantos segundos iluminados de metralla... ¿No puede? Ande, trate una vez más; su molleja todavía no se ha anexado en la lista de condimentos en la olla. ¿Escucha a Lucía roncando como hipopótamo? Sus enfermeros juegan, ebrios de whisky importado, con las cartas que nunca más le limpiarán el trasero; el comodín de la suerte está bajo la manga del pueblo.
Buen viaje, general.
-¡¡¡Señores!!! ¡¡¡Señores!!! –chillante como nunca fue su último reclamo en un abismo de horas, llamando inútilmente a los enfermeros.




Lo único que jamás logró aniquilar está a punto de convertirlo en cenizas: el tiempo, a la hora exacta en que el Dios del Miedo ha retornado a su morada.




II

-¡Te dije que apagaras la luz al salir! –grita molesto el viejo Salvador a su ayudante, al regresar ambos de la once retardada, apresurada debido a las circunstancias, para proseguir con su labor.
-¡La apagué, poh! ¡Cómo crees que se me iba a olvidar algo tan importante! –afirma sincero el chico, sin dejar de masticar esa apetitosa marraqueta rellena.
-¡Lo que deberías apagar de una buena vez es la televisión, por respeto al general! –extrayendo Salvador de un par de cajones metálicos, un tanto oxidados, tres paquetes grandes de algodón, así como varios frascos que contienen extrañas sustancias, un par de pinzas de diabólicas puntas, acompañadas de unas largas tijeras de peluquero; un gastado carrete de hilo color carne al cual viene sujeto la fina aguja de punta curva; más frascos, pequeños, con tapones de corcho, repletos de tintas diversas que van del blanco opaco hasta el ocre enfermizo; sin olvidarse del pomo de maquillaje con todo y esponjitas redondas y ovulares, de diversos tamaños, una que otra con mango de madera; medio kilo de vaselina y un fino peine negro, de plástico; además de palillos bien pulidos, de distinta longitud, mismos que el viejo comienza uno a uno a revestir de algodón, enrollándolo en una de sus puntas afiladas mientras el chico retira, con cierto temor, la sábana del cuerpo, impávido ante el semblante endurecido del muerto; rostro semejando los nudos secos de un trozo de madera podrida; obligándolo a tragar el trozo de marraqueta rellena como piedra poniendo a prueba su garganta, su temple.
-Si quieres apago la televisión –responde tardíamente, un tanto asustado, el chico-; pero el miércoles es la final, poh –sin perder de vista el rostro entumecido sobre la plancha metálica-. ¡El Cacique se coronará al fin! ¡Todo Chile habla de eso y tú sólo piensas en “el mejor trabajo de tu vida”!
-¡Este será el mejor trabajo de mi vida! ¡Mi obra maestra! ¡El mundo entero la verá! ¡Hablas como si no supieras quién es él! –señalando Salvador el cuerpo desnudo sobre la fría plancha.
-¡Claro que lo sé, poh! Mi padre dice que mi tío Jaime se quedó a vivir hace años en Francia, en no sé qué pueblo, con unos parientes dedicados al cultivo de la vid; pero mi madre afirma que este hijo de puta lo mató, o lo mandó matar, o lo desaparecieron, ¡o no sé qué weá! Cuando me llamaste para que viniera de urgencia –sigue el chico- todos mis tíos peleaban en casa viendo las noticias en la tele; pero nadie sabe lo que sucedió con el hermano de mi madre. ¡Son cosas que pasaron antes de que yo naciera! –toma un trago grande de agua de la llave, a un par de metros de los pies del muerto, con los guantes ya puestos, para ayudar a pasarse otro mordisco de su marraqueta. Salvador lo ve de reojo, interesado en la corta historia que acaba de revelarle.
Ambos han advertido en silencio, a través de la ventana, que la tarde se desvanece sin prisa con un no sé qué de claridad aletargada. El río Mapocho fluye en sus aguas un nada de angustia, limpias de las entrañas que las volvieran repugnantes como el aire encerrado del cuarto donde el general sigue siendo decorado con esmero.
-¡Puafffff! ¡Ya vas a empezar a pedorrearte! –grita el viejo Salvador, furioso; mientras termina de colocar, con sumo cuidado, el segundo tapón de algodón compacto, condimentado con el pegamento necesario, en el poro izquierdo del cadáver, metiendo hasta el fondo, en un callejón sin salida, para siempre en las cavernas husmeantes de ese perro de caza, sus gruesos pelos retorcidos, canos, vulgares.
Los oídos y la garganta ya han sido sellados de idéntica manera. Ahora le toca turno al culo. El aprendiz se retira los guantes para ponerse otros más gruesos, más largos; al tiempo que responde al maestro:
-¡No me estoy pedorreando, poh! –dando entre los dos la vuelta un tanto brusca al cuerpo, ayudados de la sábana blancuzca, manchada de inmundicias sedentarias visibles al olfato.
Aparecen las nalgas arrugadas, tristes, aplanadas, sin contar su flácida, decadente pelotudez. Semeja un chancho colgado del gancho en el matadero, con el cogote estirado. La tiesa papada, tomando en cuenta las décadas de estorbo del susodicho, podría interpretarse como una especie de papiro donde la DINA firmara ahora mismo de recibido por los servicios prestados.
-¡Por qué siempre pides esa marraqueta con porotos y mayonesa! ¡Un día de estos provocarás que explote toda la funeraria! –sigue quejándose Salvador, con gesto adusto.
-¡Lo que apesta es este trasero conchesumadre! –se defiende el chico, turbado, señalando las nalgas del general; las cuales Salvador comienza a desenmarañar con profunda paciencia, por decirlo de alguna manera, peinándolo con partidura al medio, para facilitar las posteriores maniobras de limpieza- ¡Se ha de estar despidiendo con su última sinfonía silenciosa de pedos! –sentencia el chico- ¡Pero “muerta la perra se acaba la leva”!, como dice mi padre.
El viejo se anima a dibujar discreta sonrisa ante la ocurrencia de su aprendiz. Coloca el fino peine negro sobre la mesita metálica de su instrumental para secarse ese frío sudor del rostro y la calva, guardando luego, presuroso, el delgado pañuelo de tela en la bolsa trasera de su pantalón de mezclilla. Pero en cuestión de segundos la risilla nerviosa se esfuma de él; el honor lo obliga a rendir pleitesía hasta el último momento:
-¡Te prohíbo que te expreses así! –en el preciso instante en que las puntas más diabólicas de ese par de pinzas, con ayuda de las largas manos del chico, abren en flor el espeluznante nido de arañas para taponearlo y coserlo, clausurado por los siglos de los siglos.
Al volverlo boca arriba, levantado de nuevo de cuajo sobre la sábana, con la intención de vestirlo con su uniforme de general y los botones originales de O’Higgins, maquillarlo; no sin antes un ligero recorte al bigote y una rápida afeitada, Salvador advierte algo inaudito, algo que el chico pasa desapercibido debido a su inexperiencia en el oficio: sobre la plancha, a la altura de la cabeza, han quedado dos gotas de sangre un tanto diluida.
A pesar de que los párpados del general están perfectamente unidos, inmunes a los espías, de sus lagrimales fluyen ahora, como agua y hasta las orejas, dos hilillos más de sangre, escurriendo fantasmagóricos; la que brota del ojo izquierdo más resbaladiza debido a la posición lastimera de la cabeza que Salvador no duda en colocar en perfecto balance, como si en eso se fuera el equilibrio del mundo entero.
Entretanto el muchacho ha desviado su atención, atento al último reporte de Borghi respecto a Matías y Suazo; tirando al fin en el bote de basura, forrado de algodones manchados, la servilleta de su marraqueta que termina de remoler distraído.
Salvador aprovecha para cubrir, ágil, el cuerpo completo con la sábana.
-¡Salte un rato a pedorrear a la vereda, weón! ¡me tienes harto! ¡siempre es lo mismo contigo!
-¡Ya poh! ¡no es para tanto!
-¡Sal ahora mismo!... yo te llamo cuando te necesite.




Lo que necesita el viejo Salvador es un calmante. Nunca había visto, en veintisiete años de trabajo, que un muerto sangrara por los ojos, mucho menos de esa manera profusa que ya raya en lo alarmante; como si alguien hubiera osado acuchillar todo lo que esos ojillos astutos, hundidos, presenciaron en vida.
-¡Nos salvaste! ¡Todo Chile te lo agradece!... pero ¡qué necesidad había!... ¡qué maldita necesidad había, general!... –no sabe de dónde demonios sacar más algodón, más papel higiénico; su propio pañuelo limpiando las lágrimas de ambos rostros confundidos en un sentir contradictorio.
Tiene que controlarse. A las diez en punto debe estar lista la obra de arte.






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Ni el agua bendita en el Alpatacal logró ocultar un último esbozo de sangre en el lagrimal izquierdo; avergonzado, quizás, de aquel escupitajo sobre el cristal.
La ceremonia resultó una verdadera obra maestra en el río Mapocho, repleto de gozo en ambas riberas; en su lecho que sigue arrastrando, hasta el fondo marino, un testamento a punto de ser leído:
¡¡¡Señores!!! –aúlla tan agudo el Dios del Miedo que sus barbas se sacuden con violencia, entre una lluvia de hojas de vuelo azufrado, dándole la bienvenida al recién llegado a su celda de cristal, como único testigo del nuevo amanecer sin su odioso mirar- ¡Todos de pie! –los matorrales marchitos rinden honores de rigor a manera de antiguos registros en papeles con filo de acero:





“Todo pasa y todo queda
pero lo tuyo es pesar
pesar siendo testigo
de tu miserable andar.
Nunca alcanzarás la gloria
ni dejar en la memoria
de tu pueblo en libertad”.*












Adaptación del cuento al “idioma chileno” por parte de Jeannette González Véliz.
la-negra-chilena
TQM










*Paráfrasis al párrafo original de Antonio Machado.

El Pelo





Corrían felices aquellos días de 1979. El podía darse el lujo de recorrer las calles y avenidas de la ciudad de México en un autobús descapotado; saludando discreto, emocionado, a las multitudes que atiborraban aceras, jardines y hasta monumentos; agitando banderitas amarillas con blanco; sonreían al llorar gritos al unísono en profunda, desbordada emoción.
Era la primera vez que visitaba esa “bendita tierra mexicana”, como solería referirse a ella infinidad de veces en el futuro. Lo que muy pocos saben es la verdadera intención, la profundidad que envolviera esa sencilla frase.
Esperando cumplir con la última voluntad de alguien que me pidió el anonimato, a continuación revelaré el secreto.


Parecía que el cielo milagrosamente se posaba en la tierra. Los noticieros, la primera plana de todos los diarios; en las cantinas y hasta en los manicomios era imposible hacer a un lado el tema de moda en vísperas de su llegada.
Cuando finalmente millones de pares de ojos, desde Tijuana hasta Chiapas, lo observaron descendiendo con paso firme, sonriente –seguramente decepcionado del aire putrefacto del Distrito Federal-, la escalerilla del avión, hincándose de inmediato para plantarle un beso a la selva de asfalto de esa “bendita tierra”, su dedo anular izquierdo tocaba delicado el pubis de la jungla espesa y frondosa: la patria extasiada en mórbidos coitos que se prolongarían durante varios días, sin descanso.


Todo sucedió cerca de la medianoche, horas después de su apoteótica llegada.
Más allá del balcón, a manera de serenata temprana, un grupo de jóvenes entusiastas y un puñado de fieles llorones insistían en hacerle grata su estancia con un par de guitarras y panderos y capas con listones de colores; esperando a que el célebre invitado asomara al menos por un instante su madura figura, esa carismática personalidad que comenzaba a fascinar al mundo.
Luego de que el invitado se retirara del balcón, agradeciendo las atenciones, un cura mojigato cerró la ventana, colocó los seguros y corrió las cortinas, mandando al carajo al pueblo con una última sonrisa maníaca; a mitad de tan pasmosa cópula.
Las cortinas corridas hacían recordar el velo de una novia salpicado por las tenues luces de la ciudad; insuperable manjar que en otras circunstancias se hubieran disputado los seis o siete funcionarios del clero que se empeñaban en adorar la imagen en carne viva del huésped insigne en medio de esa atmósfera pesada. Por su parte, el huésped pensaba en las palabras apropiadas para hacerles entender, sin herir susceptibilidades, que lo único que deseaba en ese momento era dormir, descansar del largo viaje. En menos de ocho horas la faena se reanudaría sin tregua hasta la próxima puesta del sol; pero sus correligionarios mexicanos estaban en verdad fascinados ante su presencia; a tal grado que se atrevieron a insinuarle que si su majestad sintiese sed, calor o frío durante la madrugada, seguramente un querubín brotaría de la pared para servirle un vaso con agua de la jarra de cristal que lucía llena en el buró; de igual manera el querubín estaría presto para descubrirle la cabeza, cobijarle los pies o acomodarle la almohada, según fuera su santa necesidad.
Pero nunca falta un impertinente que se atreve a dar un paso más allá del abismo: cuando los cofrades de alto rango terminaban de desfilar sus faldones deseando un sueño reparador al afamado hombre –mientras el afamado hombre volteaba una y otra vez la mirada hacia aquel alto techo, esperando la hora en que lo dejaran solo para lavar su mano de tan extraña mezcla de babas-, el jefe de los anfitriones, el arzobispo en persona, al percatarse de que el sagrado, divino, puro e inviolable mártir parecía estar buscando telarañas en las vigas del techo, recorrió con ojos de envidia esa sencilla pero a la vez elegante vestimenta blanca del rey; descubriendo en un rápido vistazo un largo cabello en su pecho.
Las buenas costumbres, pero sobre todo una oculta intención maquiavélica, le ordenaron al arzobispo soltar la mano del jefe para tomar entre sus dedos aquel cabello grueso y castaño posado en el pecho del ilustre. Era una vulgar basura con la que seguramente la plebe, durante el día, había logrado macular su digna estirpe en algún desafortunado acercamiento.
El arzobispo sencillamente tomó el cabello, separándolo de las ropas del supremo; pero en el último instante el cabello pareció haberse atorado en la tela… Y es que no era un cabello. Era un pelo. Un insignificante pelo había logrado doblar el orgullo del divino; convertido ahora en un ser humano que perdía el equilibrio, que gritaba aterrado, llevándose ambas manos al pecho.


El bochornoso hecho se manejó en estricto secreto.
Cuando llegó el médico del presidente de la república, el distinguido visitante se encontraba recostado en su cama; sus gesticulaciones ya no eran tan evidentes, al contrario: aún se sobaba el pecho con movimientos circulares de su mano derecha; respirando entrecortado; por momentos su gesto se relajaba para incluso dibujar discretas, apenadas risillas con los párpados cerrados.
Los eclesiásticos santurrones, a excepción del arzobispo, fueron invitados por el médico a abandonar la habitación. Al estar a solas los tres hombres las sonrisas del huésped al fin se transformaron en risa franca acompañada de alguna lágrima escurridiza; risa inadvertida gracias a que afuera, en la calle, más allá del velo de novia, la gente seguía llorando, gozando, entonando lo mismo cantos religiosos que alguna canción apropiada de José Alfredo Jiménez.
Desconcertado y nervioso en extremo, el médico descubrió, a punto del pasmo, el pecho del enfermo para auscultarlo, después de desabotonarle la sotana y subirle, con pulso titubeante, la camiseta a la altura de su cuello. El médico se dio cuenta, horrorizado, de que el supremo todavía sangraba a la derecha de su tetilla izquierda; discurriendo, en medio de su bloqueo mental, que su majestad quizás había sufrido el impacto de un dardo envenenado o algo por el estilo, tomando en cuenta el hilillo de sangre casi seca escurrido hasta el ombligo, impregnando la camiseta; una última gota pequeña brotaba de la herida.


En menos de un segundo terminó el suplicio que durante más de treinta años lo atormentara día y noche.
Nunca tuvo el valor suficiente para arrancárselo de raíz; y es que mas bien era una mezcla de miedo y a la vez precaución, pues al jalar de él, al instante, aquella enorme verruga verdosa –la cual con el paso de los años fue desapareciendo de su pecho hasta convertirse en un lunar arrugado, casi negro, del tamaño de una moneda de alta denominación- se estiraba amenazante con todos esos poros hinchados, semejando una molleja de pollo. Era terrible imaginar lo que sucedería en caso de que su contenido se derramara al arrancárselo.
Desde sus épocas de seminarista ese pelo siempre terminaba atorado en toda clase de ropa, provocándole agudo dolor. Se limitaba a recortarlo de vez en cuando, pero no demasiado, pues al dejarlo casi a rape, el pelo se enganchaba de la camisa, el saco, la sotana o la sábana, jaloneando la verruga entre horrorosas punzadas. Por si fuera poco, ese pelo crecía tan rápido que no le costaba mucho trabajo analizarlo en la soledad de su habitación ayudado de una potente lupa. Durante un tiempo llegó a pensar que el incómodo filamento quizás poseía estrías aserradas a manera de dientes de un cerrote, ideado por el mismísimo demonio.
Pero todo tiene su ventaja. En sus épocas de clérigo, los cotidianos sermones que dirigía solían tomar un énfasis maravilloso, con esa voz fuerte, amenazante por momentos, mientras su puño derecho se apretaba y las yemas de la mano izquierda jaloneaban una y otra vez el hábito a la altura de su pecho, intentando desesperado desatorar el pelo.



Cuando los micrófonos comenzaron a utilizarse de manera generalizada su problema se agudizó, y no sólo por tener siempre una mano ocupada: fueron frecuentes y famosos sus discursos en latín salpicados de algunas palabras no muy ortodoxas, mismas que se escuchaban a varias cuadras de la iglesia.



Antonio Vivaldi, mientras ejerció el sacerdocio, no tuvo el menor empacho en bajar del púlpito en el momento en que la inspiración visitó su cerebro; dejando con un palmo de narices a sus oyentes. Corrió hasta la sacristía en busca de una vela, tinta y papel; para luego sufrir la ira de sus superiores; acaso también del Papa.


Después de que el médico convenciera al sacro y bienaventurado apóstol de hacerse un chequeo de emergencia en la misma habitación, hasta convencerse todos, incluyendo al presidente de la república –quien llegara media hora después del suceso, rodeado de gorilas- de que su salud era envidiable, el apóstol mismo, por primera vez en verdad sonriente en esta tierra pródiga, les explicó lo sucedido sin mayores detalles y sin el menor cejo de vergüenza en un español bastante entendible; para luego pedirles amablemente que le permitieran relajarse, aliviarse a solas, ¡al fin!, luego de tantos años de suplicio.
Camino a su mansión, el presidente de la república, con una caravana de autos blindados dispuestos a masacrar a quien se atravesase en su camino, pensaba para sus adentros en todo lo sucedido:


-¡Ufff!... me salvé por “un pelito”!


En tanto el arzobispo hurgaba en sus ropas en busca de aquel incomparable fetiche; terminando por desnudarse en el baño, separado solamente por una pared de los ronquidos apoteóticos del huésped distinguido.
El pelo, el autógrafo, estaba completo, con su raíz redonda y blancuzca como capullo de insecto; un poco doblado, maltrecho, pero entero.


Al alba, el mocho puritano –nunca antes mejor dicho- se rasuró feliz de la vida con un rastrillo desechable que encontró por ahí. No se aguantó las ganas de retirarse el parche que le colocara la noche anterior el médico en su pecho; volteando la mirada una y otra vez hacia la herida en el espectacular espejo de cuerpo completo de su baño particular: el lunar oscuro, arrugado, lucía una especie de cráter en su centro, limpio, seco.
En la regadera su sonrisa era de oreja a oreja, pasándose innumerables veces el jabón sobre el lunar sin sentir más que un pequeño piquete. Aquella mañana, a medio chapuzón, bailó y cantó en un idioma desconocido para todos.
El arzobispo, un piso abajo, apagaba la luz de su cuarto; eran las siete y media de la mañana. Permaneció despierto toda la noche con los dedos índice y pulgar derechos sorteando ese largo pelo grueso y duro, con sus ojos hinchados, desorbitados.
Ocho campanadas en lo alto fueron bastantes para que al fin el arzobispo se atreviera a guardar el pelo entre las páginas de su enorme Biblia –aquello más bien parecía un pelo con Biblia-, donde reposaría durante años, muchos años; convirtiéndose, de tormento, en un simple separador –marcador- de páginas.







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-¡Esos fueron buenos tiempos! –afirma sonriente, cansado, el anfitrión, dirigiéndose a su viejo camarada, a su salvador.
-Ya lo creo… -responde el huésped tímidamente, al cumplirse algo más de doce años de haber cedido su puesto a otro realista con vocación de moderno inquisidor en aquella “bendita tierra”.
El desayuno consiste en cualquier cosa que no le haga daño a ese par de viejos cómplices de tanto; recordando los días en que podían ir por el mundo sin orangutanes amaestrados ni metralletas o cristales blindados.
-¡Ejem! ¡ejem!... eh… Por cierto… ¿recuerdas aquella noche? –llevándose el anfitrión las manos a su pecho, sin mayor preámbulo.
-¡Cof, cof!... … … mmm… … … s-s-sí… l-la r-recuerdo…
-¡Qué hiciste con “él”! –sentencia su gesto agotado.
La respuesta por parte del huésped tarda; evadiendo la mirada hacia los suntuosos jardines de esta primavera mediterránea:
-Bueno… eh… lo que recuerdo es que lo dejé caer al escucharlo gritar de esa manera… Perdóneme su majestad… hace tanto tiempo de eso…
-¿Perdonarte? ¡Pero si desde esa noche ya te has ganado el cielo! ¡Te lo digo yo! –afirma el supremo entre lágrimas sinceras -¡Bendita sea esa tierra mexicana!

La Mancha


Sus pies hinchados de tanto deambular las calles apenas caben en los zapatos rotos, abiertos, exactamente por donde respiran perpetuos los callos punzantes; sobre todo cuando descansa la jornada, frente al aparador, cada tarde, a la sombra del techo plegable, predilecto por extender su frescor hasta el pavimento. –El techo ha olvidado escurrir la lluvia y la lluvia los escupitajos del viejo por más de tres meses; distrayéndose un rato de seguir ofreciendo fastuosos tesoros traducidos en cheques al portador con el amparo de la suerte; pero sobre todo de la Lotería Nacional.
Sus ojos dejaron de ser confiables de tanto verse en apuros. Ahora son esos delgados anteojos escurridos hasta la punta de su gruesa nariz los que lo alertan ante quien quiera canjearle billetes por cheques sin fondos o su pan a cambio de nada.
El resto de los sentidos reconocen no sólo el linde y edad de toda moneda, olores o acertijos de pájaros de cuenta capaces de violar cualquier nido con tal de hacerse de dinero fácil; siempre listo de espantarse pajarracos de mala muerte a punta de bastonazos a la menor provocación de su tacto-audible, diestro al guiar mil pasos rotos hasta aquel cuarto de azotea, al fin sacarse los zapatos, los andrajos: jirones de camisa y pantalón colgantes de idéntico matiz al rostro abotagado en resignación; mientras el corazón se le sale por lo pies.


El sol rasante, reflejado en el cristal, al cegarlo lo vuelve a la vida. El ansia de confort insiste en abstraerlo pensando cómo hacerse de ese par de zapatos sin que nadie lo advierta; sobre todo los buitres al asecho de su botín.
A medio crepúsculo suele colocarse frente ellos. A fuerza de costumbre ha llegado a convencerse, enfocando inútilmente las gafas, de que son de su exacta medida, quizás un número más grande para beneplácito de las monstruosas callosidades; y por supuesto que se encuentran en mejor estado que los suyos.
Le atrae sobremanera el moño formado por ambas cintas, como si el par coquetearan con su orgullo: “ven, tómanos, somos tuyos, te estamos esperando”; mientras lanza dos que tres muletazos más espantándose las moscas que también se turnan para alimentarse de él como sanguijuelas.


Con mucho tiento, para que nadie lo descubra, el desgastado hombre desliza el bastón armándose de paciencia infinita, paso a paso, imitando al caracol que parece seguir inmóvil a lo largo de las horas a pesar de haber devorado la planta de pies a cabeza; sin perder de vista los zapatos que siguen llamándolo a través de la apetitosa transparencia del cristal. Algo le dice que si no lo intenta hoy, mañana será demasiado tarde. Seguramente no es el único que los desea, que los necesita, que está dispuesto a correr el riesgo a pesar del peligro latente; y es que el bello corte estilo mocasín con florituras en los lados y los tacones tan perfectos lo cautivaron desde un inicio. Las semanas se convirtieron en meses y los meses en necesaria obsesión para olvidarse de una vez por todas de esas burlescas bocas siempre abiertas en sus chanclas horrendas que hasta los tacones arrastra al caminar por el Zócalo, gritando sus billetes.
La punta metálica del bastón, con cientos de abolladuras opacas, ocultando a la vista del incauto otras docenas más, perdidas en las calles, al fin logra introducirse en uno de los dos seductores rodetes del moño, entre profundos jadeos del viejo, manipulando la operación secreta con sus ojos saltones, entornados a más no poder jalar aire; a punto de perder el equilibrio.
Ya no hay marcha atrás. Esos zapatos deben ser suyos hoy mismo; de lo contrario bien presagia las consecuencias.


El caos citadino provoca que su mente se aísle del entorno, incluso sus oídos silban en ascendente. Es un soldado decidido a llegar antes que sus camaradas al pillaje, a la rapiña absoluta entre bombas enemigas. Las bisagras giran en silencio. Tiene medio abdomen más allá de ese espejo de sorpresas. Los callos insolentes lo martirizan con punzadas no deseables al adversario que sigue lanzando granadas desde su trinchera; incitando al anciano achacoso a un último esfuerzo, a sacudir la lengua asquerosa al sentirse tan cerca del manjar; a pesar de su escasa y desgastada dentadura.
Una mueca maliciosa, que podría interpretarse como sonrisa cansada, puja lo suficiente para que el bigote relamido y la barba descuidada se tornen grisáceos en el momento en que el sol termina de ocultarse en el último edificio de enfrente. El bastón logra al fin que los zapatos se muevan ligeramente. Hasta este momento ningún peatón parece advertirlo, aumentando la emoción del abuelo. Penden apenas de la punta de metal ante el pulso titubeante y su rostro sudoroso, ambicioso. La mano derecha apoyada, a punto de resbalar junto con todo ese cuerpo regordete, desparramado, oloroso insoportable; con gran peligro, en cualquier momento, de convertir la osadía en simple anécdota policíaca en la última página de los diarios de mañana.


No puede más. Tiene que decidir ahora mismo entre dar la vida en nombre de la presa o salvar la propia vida. La cabeza calva le da vueltas. Le parece sentir agujas atravesando los dedos pulgares de sus pies. Sus brazos ceden al igual que los brazos de un árbol atiborrado de frutos, de lluvia, de cuervos guarecidos contra la voluntad del huésped.
Pero las cintas del calzado resultaron estar tan enredadas que, más que su bastón, lo que necesita son dos pares de palillos chinos, una lupa y hasta tres pinzas quirúrgicas para desenmadejar el laberinto en el laboratorio de un siquiatra especialista en nudistas: su prominente panza negruzca y apestosa ya es observada en la calle por varios curiosos alarmados, más allá de lo permitido por el manual de buenas costumbres. ¡Se va a caer!



Fue impostergable la llamada anónima de emergencia a la policía. Las televisoras enviaron equipos al lugar, esperanzadas en tener la edición completa de la nota antes de las nueve de la noche; pero ninguna de esas cámaras de tonalidades amarillentas logró enfocar a tiempo al par de zapatos desbarrancándose contundentes, en línea recta, desde la azotea del edificio de tres pisos hasta rebotar sobre el pavimento desgastado, mordisqueado por la lluvia y el tiempo; luego de abollar ligeramente el cofre de un vetusto auto estacionado.
El viejo, aturdido, desesperado, en el último instante prestó atención, sobre todo, al fugaz silbido de un largo tramo de cinta de video que se encontraba enredada, a la vez, entre las propias cintas podridas de los zapatos que sólo necesitaban de un sublime intento para ser liberados de su condena; de todos esos años que permanecieron colgados entre los inútiles cables del telégrafo, en pleno centro de la ciudad. Cables atiborrados, cada tarde, de pajarracos asustados ante el bastón que el viejo apenas logró salvar en la ventana, con el semblante enfermo. Expresión semejante a la del soldado que levanta las manos pidiendo clemencia.


Es verdad, los noticieros de la noche aumentaron su audiencia; al menos comparada con la del culebrón-telenovela de moda; y eso que ayer se decidía la suerte del protagonista principal: en el capítulo anterior su amante le había ofrecido fastuosos tesoros traducidos en ilimitados cheques al portador con el amparo de su futura viudez. Un segundo después te invitaban a comprar toda la gama de artículos que podrías adquirir si te ganaras la Lotería Nacional.
Las imágenes en los noticieros resultaron hasta cierto punto comunes, aburridas, nada fuera de lo ofrecido cotidianamente: el viejo les gritaba a los niños allá abajo que “esos zapatos le pertenecían”...


-¡No se los roben, hijos de puta! ¡son míos! ¡de “naiden” más que míos! –sintiendo el rostro inflamado y lo poco que quedaba de su mirada diluida entre lagrimones de impotencia; mientras los chicos lanzaban el par tan preciado una y otra vez a las alturas, encantados, después de atar entre sí de nuevo las cintas. Inadvertido el rancio personaje desde la terraza que seguía gritando con voz gruesa, amenazante, desesperada; tan sólo deseaba comprender, con su corta vista, el carnaval allá abajo; sin perder oportunidad para sazonar la escena inconclusa con cristalinos escupitajos cuya consistencia y espontaneidad hizo por momentos pensar a uno que otro testigo en la tan anhelada primer lluvia del verano. –Sin olvidar, sea dicho de paso, los aplausos del respetable público, aquella tarde calurosa, obsequiados al valiente bombero: con todo y los bastonazos que soportó en su espalda, bajó los tres pisos con el viejo a cuestas; desnudo de todo pudor.


El par de zapatos se encuentran de nuevo colgados, enredados una vez más por cuenta y riesgo de los chiquillos; repitiendo de esta forma la epopeya de sus padres; con la única diferencia de servir ahora como espantapájaros en la acera de enfrente.



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Ajustándose indiferente los anteojos inútiles, sin perder de tacto los billetes y su cena, al anciano le parece que esta noche el cristal del aparador de la zapatería tiene una mancha que no había advertido antes; ubicada, tomando en cuenta el ángulo desde el que disfruta de su cotidiano descanso otoñal, un poco a la derecha de la ventana de su vivienda, en aquella oscura solana.
Se descalza, pausado. El bastón rebota varias veces sobre el cemento, en sus oídos; ante la indiferencia de la gente que sigue corriendo frenética en busca de sus propios sentidos; sin imaginar que el abuelo los capturó todos en esa extraña mancha apenas palpable, rasposa como lija en sus yemas endurecidas. “Verdosa, gelatinosa...” -parece murmurar algo entre risillas...
El bigote humedecido se abre en abanico ante lo que podría interpretarse como franca sonrisa pícara; mostrando a quien quiera ver los últimos tres dientes masticando con delirio el pedazo de pan.

Austral


Sal



la terraza busca tu aliento en caracolas



estrella Santiago rasante de espuma



marea de fogatas



Late al viento tu cálido vientre



del Sur