viernes, 6 de abril de 2007

El Último Sueño del General


"Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan
para que no las puedas convertir en cristal".
-Silvio Rodríguez.





I

El brillo de esos ojos apuñala su mirada de imágenes en retirada; neutros matices apergaminados de sublime cansancio.
-¿Cómo te sientes? –le pregunta su esposa desde el umbral de la puerta, asomándose apenas.
-¡Déjame solo! –responde con voz punzante hasta las vísceras, como es su costumbre; desde la silla de ruedas- Apaga la luz y vete a dormir; estaré bien –le ordena a ella y al destino en un único intento para ahorrarse más oprobios ahora que parecen estar de moda, en oferta; haciendo un ademán sobrado, humillante con su mano acostumbrada en otros tiempos a clavar el pulgar sentencioso en la carne palpitante de la Alameda, deshojando una a una, en plena primavera, hasta la última rama en flor; lluvia de hojas en vuelo marchito sin que el mundo se enterara.
Queda solo, como siempre ha estado; enclaustrado en su noche que ya cuenta por docenas desde que ocurriera el milagro al salir caminando del aeropuerto para seguir metiendo el dedo en la memoria de Villa Grimaldi. Los cuadros lo enmarcan; la alfombra lo sigue absorbiendo en lento proceso que provoca que las botellas de lujosos licores bajen día a día su nivel; como el enorme candelabro aburrido de la obscena melancolía de los párpados del hombre, pareciendo esperar el momento en que una mano ingenua desatornille todo ese glamour de piedras preciosas y de esta manera sea absuelto al menos mientras dormita.
Reclina el cuello pero el cuerpo completo, rendido, no logra relajarse a pesar de que no ha hecho nada distinto a esta hora desde que argucias propias y ajenas decidieron convertirlo en un monje andino incapacitado mentalmente para darse cuenta de que la suerte fantasmal de la tortura todavía ronda sobre Pisagua.
-¡Por un demonio! ¡Qué pasa con el reloj! –puja tanto sus maldiciones decadentes que la “Ronda Nocturna” de Rembrandt, perdida en la oscuridad del salón, a sus espaldas, se transforma anónima en algo así como “La Redada Cotidiana” del Caudillo- ¡Lucía! ¡Lucía! -grita casi aullando, sabiendo que nadie desea escucharlo.
Ella ya duerme, confiada de los enfermeros que en poco menos de una hora entrarán en el salón, llevándolo hasta el baño a cambiarle el pañal después de sentarlo en su más legítimo trono hasta hacerlo cagar sin más tormento que el poco tiempo que le queda para lograrlo; al menos las pocas migas de marraqueta que las hormigas de Lonquén hayan dejado en la once de hoy. –Limpiarle el culo se ha convertido en cuestión de días, no de principios.




En el momento en que Lucía apagó la luz, confundiendo el presagio con su más profundo anhelo, el exquisito reloj suizo del siglo XVIII simplemente se detuvo, sin más, por primera vez en treinta y tres años y un cuarto casi perfecto.
Al percatarse de este detalle, tomando en cuenta que el general ubica hasta la maldita perfección acostumbrada el último mueble dentro del salón –como el filo punzante de una hoja de acero cercenando el mensaje de la hoja de papel que tan sólo quería salvar al rocío sobre la hoja de hierba-, no tarda en activar la silla eléctrica para que su dedo sucio manche el switch fosforescente en el muro; como antaño excitaba la pus a borbotones en el Comando de Inteligencia.
Retorna la luz al salón. Ese titubeante presente que de manera recurrente lo hace pensar en el Apocalipsis del glorioso futuro con todas y cada una de sus estatuas desmoronadas; no por la hoz y el martillo, sino por el pasado abortivo de Pedro Machuca como germen de fe gritando su propio nombre en la cara de aquel héroe anónimo que perdiera la partida en el Estadio Nacional.
Cuando se estiró para prender el switch, su discreta joroba vestida de corte inglesa hizo un máximo esfuerzo por convertirse en elipse en decadencia –el fotógrafo de The Clinic habría muerto de delirio al tomar la placa-; para transformar, con ayuda de los pesados fusiles, alguna teoría matemática en algo más decente que el álgebra maniatada por simples sumas espumosas de desaparecidos.
Con el gran resplandor del candelabro también ha vuelto el elaborado perfil de mil molduras en el reloj, arrinconado casi con grilletes medievales. Cristalino de nuevo su “tic-tac” como el mirar incierto del general presagiando el colapso. Los prolongados ronquidos de Lucía en el piso de arriba parecen armonizar con la monótona marcha cada vez más lenta del segundero hastiado de su destino; como si el tiempo, la era, se terminara; deteniendo de a poco la iluminación hasta que el ciclo y el esplendor firmen el tan anhelado pacto de paz; terminando con el antiguo estilo de la Ley Fuga de fechas clandestinas.
No hay nada más que hacer. La luz se esfuma de nuevo sin motivo de por medio, volviendo muda a la época pasada; como si se tratara de un simple juego de Pedro en la oscuridad de su barriada:
-¡Disparen malditos! –vocifera el general a los siete cielos vacíos- ¡Disparen cobardes! –descubriéndose el pecho injuriado de su bata de seda.
Sin tregua ni cordura (¡al fin sin cordura!) ruega al Dios del Miedo que se aleje; pero dicho dios más que alejarse decide adelantarse en el camino para dar su ronda nocturna que quizás esta misma noche se convierta en redada cotidiana en espera del Caudillo.
-¡Conchesumadre! –se traga su hiel exudando terror.




Allá afuera, en la ciudad, en los campos, las campanas, las soledades, los llantos, las calles estrechas que vio Magallanes, el punto exacto del Capricornio cobrizo de Antofagasta, la fiesta en Viña, las viñas en fiesta. La Cordillera completa siente calor en sus entrañas, regalando las cumbres más altas a una inusitada lluvia primaveral nacida en Valdivia, sin límites de júbilo hasta el futuro conciliador que limpie la última partícula de excremento en las alcantarillas abiertas al cantar su júbilo.




Los ojos del general enrojecen, empuñado a su silla; intuye el atajo que ha tomado el Dios del Miedo para cazarlo. No se resigna a despertar a su último sueño. Se aferra a este mundo de la misma manera en que uno de sus tanques enmohecidos quisiera aparcarse en la esquina de Alameda y Vicuña Mackenna, poco después del amanecer.




Es cuestión de esperar. Nada ha sido cierto. Bien comprende que la realidad siempre ha superado a su utopía. Si al regresar de Londres la Virgen del Carmen hizo el milagro de levantarlo de su silla para volver a caminar por las calles de este Santiago, ¿por qué no ha de lograrlo de nuevo?
Vamos, inténtelo general. Lo separan unos cuantos segundos iluminados de metralla... ¿No puede? Ande, trate una vez más; su molleja todavía no se ha anexado en la lista de condimentos en la olla. ¿Escucha a Lucía roncando como hipopótamo? Sus enfermeros juegan, ebrios de whisky importado, con las cartas que nunca más le limpiarán el trasero; el comodín de la suerte está bajo la manga del pueblo.
Buen viaje, general.
-¡¡¡Señores!!! ¡¡¡Señores!!! –chillante como nunca fue su último reclamo en un abismo de horas, llamando inútilmente a los enfermeros.




Lo único que jamás logró aniquilar está a punto de convertirlo en cenizas: el tiempo, a la hora exacta en que el Dios del Miedo ha retornado a su morada.




II

-¡Te dije que apagaras la luz al salir! –grita molesto el viejo Salvador a su ayudante, al regresar ambos de la once retardada, apresurada debido a las circunstancias, para proseguir con su labor.
-¡La apagué, poh! ¡Cómo crees que se me iba a olvidar algo tan importante! –afirma sincero el chico, sin dejar de masticar esa apetitosa marraqueta rellena.
-¡Lo que deberías apagar de una buena vez es la televisión, por respeto al general! –extrayendo Salvador de un par de cajones metálicos, un tanto oxidados, tres paquetes grandes de algodón, así como varios frascos que contienen extrañas sustancias, un par de pinzas de diabólicas puntas, acompañadas de unas largas tijeras de peluquero; un gastado carrete de hilo color carne al cual viene sujeto la fina aguja de punta curva; más frascos, pequeños, con tapones de corcho, repletos de tintas diversas que van del blanco opaco hasta el ocre enfermizo; sin olvidarse del pomo de maquillaje con todo y esponjitas redondas y ovulares, de diversos tamaños, una que otra con mango de madera; medio kilo de vaselina y un fino peine negro, de plástico; además de palillos bien pulidos, de distinta longitud, mismos que el viejo comienza uno a uno a revestir de algodón, enrollándolo en una de sus puntas afiladas mientras el chico retira, con cierto temor, la sábana del cuerpo, impávido ante el semblante endurecido del muerto; rostro semejando los nudos secos de un trozo de madera podrida; obligándolo a tragar el trozo de marraqueta rellena como piedra poniendo a prueba su garganta, su temple.
-Si quieres apago la televisión –responde tardíamente, un tanto asustado, el chico-; pero el miércoles es la final, poh –sin perder de vista el rostro entumecido sobre la plancha metálica-. ¡El Cacique se coronará al fin! ¡Todo Chile habla de eso y tú sólo piensas en “el mejor trabajo de tu vida”!
-¡Este será el mejor trabajo de mi vida! ¡Mi obra maestra! ¡El mundo entero la verá! ¡Hablas como si no supieras quién es él! –señalando Salvador el cuerpo desnudo sobre la fría plancha.
-¡Claro que lo sé, poh! Mi padre dice que mi tío Jaime se quedó a vivir hace años en Francia, en no sé qué pueblo, con unos parientes dedicados al cultivo de la vid; pero mi madre afirma que este hijo de puta lo mató, o lo mandó matar, o lo desaparecieron, ¡o no sé qué weá! Cuando me llamaste para que viniera de urgencia –sigue el chico- todos mis tíos peleaban en casa viendo las noticias en la tele; pero nadie sabe lo que sucedió con el hermano de mi madre. ¡Son cosas que pasaron antes de que yo naciera! –toma un trago grande de agua de la llave, a un par de metros de los pies del muerto, con los guantes ya puestos, para ayudar a pasarse otro mordisco de su marraqueta. Salvador lo ve de reojo, interesado en la corta historia que acaba de revelarle.
Ambos han advertido en silencio, a través de la ventana, que la tarde se desvanece sin prisa con un no sé qué de claridad aletargada. El río Mapocho fluye en sus aguas un nada de angustia, limpias de las entrañas que las volvieran repugnantes como el aire encerrado del cuarto donde el general sigue siendo decorado con esmero.
-¡Puafffff! ¡Ya vas a empezar a pedorrearte! –grita el viejo Salvador, furioso; mientras termina de colocar, con sumo cuidado, el segundo tapón de algodón compacto, condimentado con el pegamento necesario, en el poro izquierdo del cadáver, metiendo hasta el fondo, en un callejón sin salida, para siempre en las cavernas husmeantes de ese perro de caza, sus gruesos pelos retorcidos, canos, vulgares.
Los oídos y la garganta ya han sido sellados de idéntica manera. Ahora le toca turno al culo. El aprendiz se retira los guantes para ponerse otros más gruesos, más largos; al tiempo que responde al maestro:
-¡No me estoy pedorreando, poh! –dando entre los dos la vuelta un tanto brusca al cuerpo, ayudados de la sábana blancuzca, manchada de inmundicias sedentarias visibles al olfato.
Aparecen las nalgas arrugadas, tristes, aplanadas, sin contar su flácida, decadente pelotudez. Semeja un chancho colgado del gancho en el matadero, con el cogote estirado. La tiesa papada, tomando en cuenta las décadas de estorbo del susodicho, podría interpretarse como una especie de papiro donde la DINA firmara ahora mismo de recibido por los servicios prestados.
-¡Por qué siempre pides esa marraqueta con porotos y mayonesa! ¡Un día de estos provocarás que explote toda la funeraria! –sigue quejándose Salvador, con gesto adusto.
-¡Lo que apesta es este trasero conchesumadre! –se defiende el chico, turbado, señalando las nalgas del general; las cuales Salvador comienza a desenmarañar con profunda paciencia, por decirlo de alguna manera, peinándolo con partidura al medio, para facilitar las posteriores maniobras de limpieza- ¡Se ha de estar despidiendo con su última sinfonía silenciosa de pedos! –sentencia el chico- ¡Pero “muerta la perra se acaba la leva”!, como dice mi padre.
El viejo se anima a dibujar discreta sonrisa ante la ocurrencia de su aprendiz. Coloca el fino peine negro sobre la mesita metálica de su instrumental para secarse ese frío sudor del rostro y la calva, guardando luego, presuroso, el delgado pañuelo de tela en la bolsa trasera de su pantalón de mezclilla. Pero en cuestión de segundos la risilla nerviosa se esfuma de él; el honor lo obliga a rendir pleitesía hasta el último momento:
-¡Te prohíbo que te expreses así! –en el preciso instante en que las puntas más diabólicas de ese par de pinzas, con ayuda de las largas manos del chico, abren en flor el espeluznante nido de arañas para taponearlo y coserlo, clausurado por los siglos de los siglos.
Al volverlo boca arriba, levantado de nuevo de cuajo sobre la sábana, con la intención de vestirlo con su uniforme de general y los botones originales de O’Higgins, maquillarlo; no sin antes un ligero recorte al bigote y una rápida afeitada, Salvador advierte algo inaudito, algo que el chico pasa desapercibido debido a su inexperiencia en el oficio: sobre la plancha, a la altura de la cabeza, han quedado dos gotas de sangre un tanto diluida.
A pesar de que los párpados del general están perfectamente unidos, inmunes a los espías, de sus lagrimales fluyen ahora, como agua y hasta las orejas, dos hilillos más de sangre, escurriendo fantasmagóricos; la que brota del ojo izquierdo más resbaladiza debido a la posición lastimera de la cabeza que Salvador no duda en colocar en perfecto balance, como si en eso se fuera el equilibrio del mundo entero.
Entretanto el muchacho ha desviado su atención, atento al último reporte de Borghi respecto a Matías y Suazo; tirando al fin en el bote de basura, forrado de algodones manchados, la servilleta de su marraqueta que termina de remoler distraído.
Salvador aprovecha para cubrir, ágil, el cuerpo completo con la sábana.
-¡Salte un rato a pedorrear a la vereda, weón! ¡me tienes harto! ¡siempre es lo mismo contigo!
-¡Ya poh! ¡no es para tanto!
-¡Sal ahora mismo!... yo te llamo cuando te necesite.




Lo que necesita el viejo Salvador es un calmante. Nunca había visto, en veintisiete años de trabajo, que un muerto sangrara por los ojos, mucho menos de esa manera profusa que ya raya en lo alarmante; como si alguien hubiera osado acuchillar todo lo que esos ojillos astutos, hundidos, presenciaron en vida.
-¡Nos salvaste! ¡Todo Chile te lo agradece!... pero ¡qué necesidad había!... ¡qué maldita necesidad había, general!... –no sabe de dónde demonios sacar más algodón, más papel higiénico; su propio pañuelo limpiando las lágrimas de ambos rostros confundidos en un sentir contradictorio.
Tiene que controlarse. A las diez en punto debe estar lista la obra de arte.






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Ni el agua bendita en el Alpatacal logró ocultar un último esbozo de sangre en el lagrimal izquierdo; avergonzado, quizás, de aquel escupitajo sobre el cristal.
La ceremonia resultó una verdadera obra maestra en el río Mapocho, repleto de gozo en ambas riberas; en su lecho que sigue arrastrando, hasta el fondo marino, un testamento a punto de ser leído:
¡¡¡Señores!!! –aúlla tan agudo el Dios del Miedo que sus barbas se sacuden con violencia, entre una lluvia de hojas de vuelo azufrado, dándole la bienvenida al recién llegado a su celda de cristal, como único testigo del nuevo amanecer sin su odioso mirar- ¡Todos de pie! –los matorrales marchitos rinden honores de rigor a manera de antiguos registros en papeles con filo de acero:





“Todo pasa y todo queda
pero lo tuyo es pesar
pesar siendo testigo
de tu miserable andar.
Nunca alcanzarás la gloria
ni dejar en la memoria
de tu pueblo en libertad”.*












Adaptación del cuento al “idioma chileno” por parte de Jeannette González Véliz.
la-negra-chilena
TQM










*Paráfrasis al párrafo original de Antonio Machado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

excelente la cronica te atrapa kada palabra gracias negris gracias alipusin un beso para ambos :) los kiero muchote ahhh y van aser tios jijijijij