viernes, 6 de abril de 2007

El Pelo





Corrían felices aquellos días de 1979. El podía darse el lujo de recorrer las calles y avenidas de la ciudad de México en un autobús descapotado; saludando discreto, emocionado, a las multitudes que atiborraban aceras, jardines y hasta monumentos; agitando banderitas amarillas con blanco; sonreían al llorar gritos al unísono en profunda, desbordada emoción.
Era la primera vez que visitaba esa “bendita tierra mexicana”, como solería referirse a ella infinidad de veces en el futuro. Lo que muy pocos saben es la verdadera intención, la profundidad que envolviera esa sencilla frase.
Esperando cumplir con la última voluntad de alguien que me pidió el anonimato, a continuación revelaré el secreto.


Parecía que el cielo milagrosamente se posaba en la tierra. Los noticieros, la primera plana de todos los diarios; en las cantinas y hasta en los manicomios era imposible hacer a un lado el tema de moda en vísperas de su llegada.
Cuando finalmente millones de pares de ojos, desde Tijuana hasta Chiapas, lo observaron descendiendo con paso firme, sonriente –seguramente decepcionado del aire putrefacto del Distrito Federal-, la escalerilla del avión, hincándose de inmediato para plantarle un beso a la selva de asfalto de esa “bendita tierra”, su dedo anular izquierdo tocaba delicado el pubis de la jungla espesa y frondosa: la patria extasiada en mórbidos coitos que se prolongarían durante varios días, sin descanso.


Todo sucedió cerca de la medianoche, horas después de su apoteótica llegada.
Más allá del balcón, a manera de serenata temprana, un grupo de jóvenes entusiastas y un puñado de fieles llorones insistían en hacerle grata su estancia con un par de guitarras y panderos y capas con listones de colores; esperando a que el célebre invitado asomara al menos por un instante su madura figura, esa carismática personalidad que comenzaba a fascinar al mundo.
Luego de que el invitado se retirara del balcón, agradeciendo las atenciones, un cura mojigato cerró la ventana, colocó los seguros y corrió las cortinas, mandando al carajo al pueblo con una última sonrisa maníaca; a mitad de tan pasmosa cópula.
Las cortinas corridas hacían recordar el velo de una novia salpicado por las tenues luces de la ciudad; insuperable manjar que en otras circunstancias se hubieran disputado los seis o siete funcionarios del clero que se empeñaban en adorar la imagen en carne viva del huésped insigne en medio de esa atmósfera pesada. Por su parte, el huésped pensaba en las palabras apropiadas para hacerles entender, sin herir susceptibilidades, que lo único que deseaba en ese momento era dormir, descansar del largo viaje. En menos de ocho horas la faena se reanudaría sin tregua hasta la próxima puesta del sol; pero sus correligionarios mexicanos estaban en verdad fascinados ante su presencia; a tal grado que se atrevieron a insinuarle que si su majestad sintiese sed, calor o frío durante la madrugada, seguramente un querubín brotaría de la pared para servirle un vaso con agua de la jarra de cristal que lucía llena en el buró; de igual manera el querubín estaría presto para descubrirle la cabeza, cobijarle los pies o acomodarle la almohada, según fuera su santa necesidad.
Pero nunca falta un impertinente que se atreve a dar un paso más allá del abismo: cuando los cofrades de alto rango terminaban de desfilar sus faldones deseando un sueño reparador al afamado hombre –mientras el afamado hombre volteaba una y otra vez la mirada hacia aquel alto techo, esperando la hora en que lo dejaran solo para lavar su mano de tan extraña mezcla de babas-, el jefe de los anfitriones, el arzobispo en persona, al percatarse de que el sagrado, divino, puro e inviolable mártir parecía estar buscando telarañas en las vigas del techo, recorrió con ojos de envidia esa sencilla pero a la vez elegante vestimenta blanca del rey; descubriendo en un rápido vistazo un largo cabello en su pecho.
Las buenas costumbres, pero sobre todo una oculta intención maquiavélica, le ordenaron al arzobispo soltar la mano del jefe para tomar entre sus dedos aquel cabello grueso y castaño posado en el pecho del ilustre. Era una vulgar basura con la que seguramente la plebe, durante el día, había logrado macular su digna estirpe en algún desafortunado acercamiento.
El arzobispo sencillamente tomó el cabello, separándolo de las ropas del supremo; pero en el último instante el cabello pareció haberse atorado en la tela… Y es que no era un cabello. Era un pelo. Un insignificante pelo había logrado doblar el orgullo del divino; convertido ahora en un ser humano que perdía el equilibrio, que gritaba aterrado, llevándose ambas manos al pecho.


El bochornoso hecho se manejó en estricto secreto.
Cuando llegó el médico del presidente de la república, el distinguido visitante se encontraba recostado en su cama; sus gesticulaciones ya no eran tan evidentes, al contrario: aún se sobaba el pecho con movimientos circulares de su mano derecha; respirando entrecortado; por momentos su gesto se relajaba para incluso dibujar discretas, apenadas risillas con los párpados cerrados.
Los eclesiásticos santurrones, a excepción del arzobispo, fueron invitados por el médico a abandonar la habitación. Al estar a solas los tres hombres las sonrisas del huésped al fin se transformaron en risa franca acompañada de alguna lágrima escurridiza; risa inadvertida gracias a que afuera, en la calle, más allá del velo de novia, la gente seguía llorando, gozando, entonando lo mismo cantos religiosos que alguna canción apropiada de José Alfredo Jiménez.
Desconcertado y nervioso en extremo, el médico descubrió, a punto del pasmo, el pecho del enfermo para auscultarlo, después de desabotonarle la sotana y subirle, con pulso titubeante, la camiseta a la altura de su cuello. El médico se dio cuenta, horrorizado, de que el supremo todavía sangraba a la derecha de su tetilla izquierda; discurriendo, en medio de su bloqueo mental, que su majestad quizás había sufrido el impacto de un dardo envenenado o algo por el estilo, tomando en cuenta el hilillo de sangre casi seca escurrido hasta el ombligo, impregnando la camiseta; una última gota pequeña brotaba de la herida.


En menos de un segundo terminó el suplicio que durante más de treinta años lo atormentara día y noche.
Nunca tuvo el valor suficiente para arrancárselo de raíz; y es que mas bien era una mezcla de miedo y a la vez precaución, pues al jalar de él, al instante, aquella enorme verruga verdosa –la cual con el paso de los años fue desapareciendo de su pecho hasta convertirse en un lunar arrugado, casi negro, del tamaño de una moneda de alta denominación- se estiraba amenazante con todos esos poros hinchados, semejando una molleja de pollo. Era terrible imaginar lo que sucedería en caso de que su contenido se derramara al arrancárselo.
Desde sus épocas de seminarista ese pelo siempre terminaba atorado en toda clase de ropa, provocándole agudo dolor. Se limitaba a recortarlo de vez en cuando, pero no demasiado, pues al dejarlo casi a rape, el pelo se enganchaba de la camisa, el saco, la sotana o la sábana, jaloneando la verruga entre horrorosas punzadas. Por si fuera poco, ese pelo crecía tan rápido que no le costaba mucho trabajo analizarlo en la soledad de su habitación ayudado de una potente lupa. Durante un tiempo llegó a pensar que el incómodo filamento quizás poseía estrías aserradas a manera de dientes de un cerrote, ideado por el mismísimo demonio.
Pero todo tiene su ventaja. En sus épocas de clérigo, los cotidianos sermones que dirigía solían tomar un énfasis maravilloso, con esa voz fuerte, amenazante por momentos, mientras su puño derecho se apretaba y las yemas de la mano izquierda jaloneaban una y otra vez el hábito a la altura de su pecho, intentando desesperado desatorar el pelo.



Cuando los micrófonos comenzaron a utilizarse de manera generalizada su problema se agudizó, y no sólo por tener siempre una mano ocupada: fueron frecuentes y famosos sus discursos en latín salpicados de algunas palabras no muy ortodoxas, mismas que se escuchaban a varias cuadras de la iglesia.



Antonio Vivaldi, mientras ejerció el sacerdocio, no tuvo el menor empacho en bajar del púlpito en el momento en que la inspiración visitó su cerebro; dejando con un palmo de narices a sus oyentes. Corrió hasta la sacristía en busca de una vela, tinta y papel; para luego sufrir la ira de sus superiores; acaso también del Papa.


Después de que el médico convenciera al sacro y bienaventurado apóstol de hacerse un chequeo de emergencia en la misma habitación, hasta convencerse todos, incluyendo al presidente de la república –quien llegara media hora después del suceso, rodeado de gorilas- de que su salud era envidiable, el apóstol mismo, por primera vez en verdad sonriente en esta tierra pródiga, les explicó lo sucedido sin mayores detalles y sin el menor cejo de vergüenza en un español bastante entendible; para luego pedirles amablemente que le permitieran relajarse, aliviarse a solas, ¡al fin!, luego de tantos años de suplicio.
Camino a su mansión, el presidente de la república, con una caravana de autos blindados dispuestos a masacrar a quien se atravesase en su camino, pensaba para sus adentros en todo lo sucedido:


-¡Ufff!... me salvé por “un pelito”!


En tanto el arzobispo hurgaba en sus ropas en busca de aquel incomparable fetiche; terminando por desnudarse en el baño, separado solamente por una pared de los ronquidos apoteóticos del huésped distinguido.
El pelo, el autógrafo, estaba completo, con su raíz redonda y blancuzca como capullo de insecto; un poco doblado, maltrecho, pero entero.


Al alba, el mocho puritano –nunca antes mejor dicho- se rasuró feliz de la vida con un rastrillo desechable que encontró por ahí. No se aguantó las ganas de retirarse el parche que le colocara la noche anterior el médico en su pecho; volteando la mirada una y otra vez hacia la herida en el espectacular espejo de cuerpo completo de su baño particular: el lunar oscuro, arrugado, lucía una especie de cráter en su centro, limpio, seco.
En la regadera su sonrisa era de oreja a oreja, pasándose innumerables veces el jabón sobre el lunar sin sentir más que un pequeño piquete. Aquella mañana, a medio chapuzón, bailó y cantó en un idioma desconocido para todos.
El arzobispo, un piso abajo, apagaba la luz de su cuarto; eran las siete y media de la mañana. Permaneció despierto toda la noche con los dedos índice y pulgar derechos sorteando ese largo pelo grueso y duro, con sus ojos hinchados, desorbitados.
Ocho campanadas en lo alto fueron bastantes para que al fin el arzobispo se atreviera a guardar el pelo entre las páginas de su enorme Biblia –aquello más bien parecía un pelo con Biblia-, donde reposaría durante años, muchos años; convirtiéndose, de tormento, en un simple separador –marcador- de páginas.







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-¡Esos fueron buenos tiempos! –afirma sonriente, cansado, el anfitrión, dirigiéndose a su viejo camarada, a su salvador.
-Ya lo creo… -responde el huésped tímidamente, al cumplirse algo más de doce años de haber cedido su puesto a otro realista con vocación de moderno inquisidor en aquella “bendita tierra”.
El desayuno consiste en cualquier cosa que no le haga daño a ese par de viejos cómplices de tanto; recordando los días en que podían ir por el mundo sin orangutanes amaestrados ni metralletas o cristales blindados.
-¡Ejem! ¡ejem!... eh… Por cierto… ¿recuerdas aquella noche? –llevándose el anfitrión las manos a su pecho, sin mayor preámbulo.
-¡Cof, cof!... … … mmm… … … s-s-sí… l-la r-recuerdo…
-¡Qué hiciste con “él”! –sentencia su gesto agotado.
La respuesta por parte del huésped tarda; evadiendo la mirada hacia los suntuosos jardines de esta primavera mediterránea:
-Bueno… eh… lo que recuerdo es que lo dejé caer al escucharlo gritar de esa manera… Perdóneme su majestad… hace tanto tiempo de eso…
-¿Perdonarte? ¡Pero si desde esa noche ya te has ganado el cielo! ¡Te lo digo yo! –afirma el supremo entre lágrimas sinceras -¡Bendita sea esa tierra mexicana!

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